Publicado en la República inicialmente, reproducido acá con permiso de la autora.
Querido Mirko,
Yo fui quien tuve que decirle a mi madre que su hijo estaba muerto. Ella se dobló, abrazando su cintura, y gritó mientras lloraba: Me queman las entrañas. Han pasado cuarenta años y todavía revivo esa escena cuando sé que una mujer pasa por este dolor de abismo que es sobrevivir a un hijo.
Y este hijo puede irse en un momento de distracción, en un accidente súbito, o durmiendo, sin despertar al día siguiente. También en una lenta agonía, que una acompaña muriendo un poco, a su lado. Pero qué pasa si sabes que tu hijo estuvo solo y asustado antes de morir, lloroso, implorante. Qué si tienes la certeza que lo torturaron y tú ni siquiera estuviste ahí, para compartir su sufrimiento. Su cuerpo, ese que arropaste y cuidaste fue despedazado, enterrado en un pampón. Pero luego desenterrado y quemado. Qué pasa entonces con este dolor.
En el 2008, más de diez años después de su desaparición, algunos pocos huesos recuperados de nueve estudiantes y un profesor de La Cantuta fueron velados en la Iglesia de la Recoleta, en la Plaza Francia. Estuve con mis compañeras de Mujeres por la Democracia acompañando el duelo.
Vimos partir hacia el cementerio unos remedos de ataúdes, unas cajas sobre el hombro de un pariente, porque eran tan pequeñas que su levedad era inversamente proporcional al horror de su significado: los restos de sólo tres de los diez desaparecidos habían sido identificados; en las demás cajas había sólo cenizas. Es posible que tu hijo ni siquiera estuviera en ellas. Un entierro simbólico lo llamaron. Pero qué pasa con tu dolor, dónde lo entierras.
Hoy, dos de febrero, la Corte Interamericana de Derechos Humanos iniciará la revisión del cumplimiento de las sentencias de La Cantuta y Barrios Altos. Es casi escandaloso viajar miles de kilómetros fuera del país, porque aquí no hay justicia, ni un lugar donde llorar a los muertos; peor aún ni siquiera estamos autorizados a recordarlos. A pesar que hoy en el Perú, transitamos entre la ignominia, la infamia y la banalidad, quizá podamos acompañar a esas madres con nuestra persistente memoria, y cobijar su pena, que les sigue quemando las entrañas.
Afectuosamente,
Maruja.