El Perú sufre en estos momentos fuertes lluvias, inundaciones, huaycos y tormentas que están causando pérdidas humanas, daños personales, daños materiales y económicos. Piura, Lambayeque y La Libertad son –esta semana- las regiones más afectadas. A nivel nacional, el INDECI reporta que esta temporada de lluvias ha dejado hasta el 6 de marzo 56 mil damnificados, 43 personas fallecidas, más de 100 mil viviendas afectadas, más de 2 mil kilómetros de carretera afectados o destruidos, así como unas 15 mil hectáreas de cultivos afectados o perdidos.
Frente a este desastre, hay responsabilidades referidas a la falta de planificación, falta de ejecución de obras de prevención y falta de respuesta oportuna a la emergencia, tanto en las autoridades locales, regionales como nacionales. Estas responsabilidades están siendo resaltadas –correctamente- tanto por los medios como por la oposición, así como por las propias autoridades que no cesan de tirarse la pelota entre sí.
Pero hay un enfoque que todos están dejando pasar, y que es vital para entender la magnitud actual del fenómeno, así como la realidad que enfrentaremos cada año: estos desastres no son un hecho fortuito o pasajero, sino que se inscriben dentro del proceso de cambio climático que está sufriendo nuestro planeta a causa de la contaminación producida por el ser humano.
Las cifras no nos dejan mentir. En enero, “la NASA, la NOAA y la OMM han confirmado que 2016 ha sido el año más caluroso desde 1880. El año pasado la temperatura global se situó 1,1 grados centígrados por encima de la que había en la era preindustrial. 2016, además, fue 0,07 grados más caliente que 2015, cuyas altas temperaturas ya fueron un motivo de alarma mundial”1 . Más aún, el reciente mes de enero de 2017 es el tercero más cálido en 137 años2.
Como se preveía en todas las proyecciones científicas, este calentamiento global está asociado a la mayor frecuencia e intensidad de fenómenos climáticos extremos. Y en Perú podemos dar fe de ello: si hace pocos meses se declaró la emergencia en diversas regiones debido a la sequía y al “estrés hídrico” que estaba dejando al agro y a las ciudades sin agua, así como permitiendo la proliferación de incendios forestales; hoy vivimos una de las temporadas de lluvias más violentas registradas.
Estos son fenómenos asociados al cambio climático “visible”. Hay efectos “invisibles”, llamados así porque se trata de procesos más lentos y menos violentos, pero no por ello menos determinantes. La desaparición de glaciares, la pérdida de fertilidad de los suelos, la aparición de nuevas plagas que perjudican la agricultura, el aumento del nivel del mar, entre otros, son fenómenos a los que tenemos que hacer frente ya y que afectarán significativamente nuestras posibilidades de desarrollo.
Así pues, no se trata solo de preocuparse por la emergencia actual y por la necesaria solidaridad con nuestros compatriotas afectados, ni mucho menos la discusión debería girar en torno a si se suspenden los juegos panamericanos. Se trata de comprender que estamos inmersos en un proceso de cambio climático y degradación del entorno natural, producto de la actividad humana, particularmente de actividades productivas e industriales. Por ello, la exigencia a las autoridades debe pasar también por una planificación en el uso del territorio que tome este fenómeno en alta consideración, que priorice la mitigación y la adaptación al cambio climático, que proteja nuestras cuencas y que asuma que los temas ambientales no son secundarios, sino por el contrario son un elemento clave para garantizar un desarrollo con futuro –esto es, un desarrollo sostenible.
15 de marzo de 2017